
Por Fernando Buen Abad:
Esta
historia está abierta, es, como toda semiosis viva, un
proceso dialéctico inacabado, un campo en disputa, un llamado a pensar,
decir y hacer lo humano desde otras claves, con otras voces, hacia otros
mundos posibles. Nuestra relación entre el humanismo y la comunicación
no es una línea recta ni una anécdota cultural de coyuntura; es un campo
de batalla onto-semiótico, atravesado por disputas económicas y con
ellas de sentido, poder, ética y estética, que requiere ser narrado,
comprendido y transformado desde una perspectiva radicalmente
crítica: nuestra Filosofía de la Semiosis. No se trata de rastrear
únicamente los vínculos entre el pensamiento humanista y las prácticas
comunicacionales, sino de problematizar dialécticamente cómo ambos
procesos co-evolucionan, se transforman mutuamente y, en ciertas
coyunturas, se potencian para alumbrar horizontes emancipadores o, por
el contrario, para reforzar sistemas de opresión disfrazados de progreso
humanitario.
En su acepción más rigurosa el humanismo implica una construcción
histórica de sentido que define lo que se entiende por “ser humano”, qué
dignidades le corresponden, qué saberes lo constituyen y qué fines
deben orientar su existencia. Desde la Antigüedad grecolatina, donde el
concepto de paideia comenzaba a perfilar una ética formativa del
ciudadano, hasta las formas renacentistas y socialistas del humanismo,
se ha librado una lucha semiótica por la hegemonía del signo “humano”.
Esa lucha no ha cesado. Por el contrario, se ha intensificado en el
escenario contemporáneo, en el cual el capitalismoimpone una
mutación poshumanista funcional a sus intereses tecnocráticos y
deshumanizantes. La especie y el planeta están en riesgo.
Nuestra Filosofía de la Semiosis entiende que todo proceso de
significación es también un proceso de producción material de
subjetividades. La categoría “ser humano” no es una esencia metafísica
ni un axioma naturalista; es un signo histórico en disputa, cargado de
intereses, interpretantes y contextos, que fluctúa según las
correlaciones de fuerza entre clases, pueblos, ideologías y
tecnologías. Nuestrohumanismo, entonces, no es unívoco. Hay
humanismos revolucionarios—como el de Marx, Gramsci, Mariátegui, Fanon o
Freire— y hay “humanismos” coloniales de la hipocresía y el engaño,
moralistas o filantrópicos que han servido para justificar guerras,
exclusiones o paternalismos. Comprender críticamente esta polisemia del
humanismo es esencial para pensar su articulación con la comunicación.
Entendemos que la comunicación es, al mismo tiempo, condición y campo
del humanismo. Toda concepción de lo humano implica una concepción de
la comunicación. Ningún modelo revolucionario puede sostenerse sin una
teoría, explícita o implícita, del lenguaje, del intercambio simbólico y
de las prácticas significantes que configuran los vínculos sociales. La
comunicación, en sentido filosófico, no es sólo transmisión de
mensajes; es una praxis semiótica mediante la cual se constituye la
conciencia, se instituyen los valores, se reproduce la cultura y se
organiza el poder.
En este sentido, el vínculo entre humanismo y comunicación no es
accidental ni externo. Se trata de una relación constitutiva,
dialéctica. Cada etapa del pensamiento humanista ha emergido en diálogo
con modelos específicos de comunicación. El Renacimiento, por ejemplo,
no habría sido posible sin la invención de la imprenta y el auge del
discurso epistolar. La Ilustración se cimentó sobre una esfera pública
burguesa que postulaba la racionalidad comunicativa como base del
progreso. El socialismo científico articuló un humanismo de nuevo tipo
con formas alternativas de comunicación militante, desde los panfletos
hasta la prensa obrera. Y en nuestros días, las luchas por un nuevo
orden mundial de la información y la comunicación no pueden separarse de
las luchas por un humanismo descolonizador, intercultural y solidario.
Luchamos por una semiótica que combate por el sentido de lo humano emancipado y emancipador.
Nuestro campo de batalla comunicacional está atravesado por
conflictos ideológicos en los que se disputa, entre otras cosas, el
significado de la humanidad. Cada noticiero, cada tuit, cada serie
de Netflix, cada titular de periódico, cada currículo educativo… encarna
una semiosis: medios, modos y relaciones producción de sentido, una
forma de nombrar y representar a lo humano, de jerarquizar vidas, de
definir lo que es normal y lo que es monstruoso, lo que debe ser
rescatado y lo que puede ser descartado. En ese proceso, el capital
despliega un aparato semiótico-industrial que produce sentidos
hegemónicos sobre el ser humano —a menudo como consumidor, individuo
competitivo, emprendedor, sujeto de mérito— mientras invisibiliza o
estigmatiza a los pueblos, clases, géneros y culturas que no se ajustan a
su paradigma.
Nuestra Filosofía de la Semiosis, en su vertiente crítica, insiste en
que estas disputas no son sólo discursivas. Son económicas
y estructurales. El fetichismo de las mercancías,
la espectacularización de la política, el vaciamiento de la palabra
“democracia” o la naturalización del genocidio cultural son hoy síntomas
de una semiosiscapitalista que opera tanto en los medios como en las
subjetividades. Por eso, luchar por un humanismo emancipador implica
necesariamente intervenir en el campo comunicacional, desarmar sus
trampas, construir sentidos alternativos, reinventar los lenguajes,
disputar las narrativas y socializar los medios.
Proponemos un humanismo de praxis comunicacional emancipadora. Si
la semiosis es el terreno en el que se producen y reproducen los
sentidos, entonces la comunicación no puede ser neutra. No es un medio
transparente ni una técnica que pueda servir igualmente a cualquier fin.
La comunicación es una praxis social e histórica que responde a
estructuras, intereses y fines. Y en tanto tal, puede operar como
aparato de dominación o como herramienta de
emancipación. Nuestra Filosofía de la Semiosis propone un humanismo que
no sea sólo declaración de principios, sino praxis comunicacional
liberadora, capaz de generar condiciones para el pensamiento crítico, la
organización colectiva, la memoria histórica y la construcción de
nuevos mundos simbólicos. Este humanismo no puede contentarse con
discursos bienintencionados. Requiere proyectos estratégicos: políticas
públicas de comunicación democratizadora, alfabetización crítica, medios
populares, tecnologías libres, pedagogías dialógicas y plataformas de
contra-información. Y, sobre todo, requiere una ética semiótica, una
ética que comprenda que toda forma de expresión conlleva responsabilidad
política, que todo mensaje es una toma de partido, que todo silencio
también comunica, y que toda palabra puede ser trinchera o semilla.
No hay comunicación verdaderamente humanista si no rompe con el
fetichismo tecnocrático, con la dependencia tecnológica burguesa, con la
mercantilización de la palabra, con el culto al rating, con la lógica
publicitaria del espectáculo, con la censura a los lenguajes de las
diversidades. No hay humanismo sin transformación de las condiciones
materiales de producción de sentido. Y no hay Filosofía de
la Semiosisque no se comprometa con la tarea de desenmascarar,
denunciar, desarmar y reconstruir las estructuras simbólicas que
naturalizan la barbarie.
La historia de la relación entre humanismo y comunicación no termina
en el diagnóstico. Se proyecta hacia la revolución concreta de
una semiósfera emancipada, donde las voces de los pueblos no sean ruinas
del pasado ni folclores de mercado, sino pensamiento vivo y nuevo,
crítica activa, conciencia en movimiento. Allí, la comunicación no sería
una industria, sino una poética. No sería mercancía, sino derecho. No
sería manipulación, sino participación. No sería ideología disfrazada de
objetividad, sino lucha lúcida por el sentido común liberador. En este
contexto, la Filosofía de la Semiosis no es un lujo académico ni una
digresión teórica. Es una necesidad urgente. Es la brújula crítica que
nos permite interpretar la guerra simbólica que se libra en todos los
frentes —desde los medios hasta las escuelas, desde las redes hasta las
calles— y nos dota de herramientas para intervenir, resistir y crear. Su
función es descolonizar los lenguajes, desnudar los mecanismos
de fetichización, reencantar la palabra, reinscribir el deseo de
justicia y cultivar un humanismo que no sea abstracto ni nostálgico,
sino profundamente encarnado en la praxis de los pueblos.
Humanizarse exige comunicarse. Una argumentación civilizatoria de
paz, igualdad y justicia social es, en esencia, la historia de una lucha
semiótica: la pugna por significar el mundo, por hacerlo inteligible,
compartido y transformable. En esa travesía, la comunicación no es un
simple instrumento neutro de transmisión, sino el espacio vivo donde se
gesta la humanidad misma. Humanizarse, por tanto, exige comunicarse: no
como un acto mecánico, sino como un proceso profundamente ético,
político y estético, orientado a construir lazos sociales capaces de
romper con la barbarie, la exclusión y la violencia estructural. Toda
apuesta por la paz verdadera, por la igualdad sustantiva y por la
justicia social debe ser una apuesta por la comunicación como fuerza
civilizatoria.
Es que la condición humana es también condición comunicante.
Nuestros orígenes, son incomprensibles sin las relaciones
comunitarias con los otros. La conciencia de sí emerge en el diálogo, en
el reconocimiento recíproco, en el intercambio simbólico. Dice Paulo
Freire, el diálogo es constitutivo del ser humano: “siendo más que un
simple instrumento, el diálogo es una exigencia existencial”. No hay
humanidad sin diálogo; no hay conciencia sin lenguaje; no hay libertad
sin semiosis. Comunicar no es sólo emitir palabras; es construir sentido
colectivo, interpretar el mundo, compartir sueños y dolores, articular
voluntades. Comunicar es también resistir a la deshumanización, que
comienza allí donde se cancela la palabra, donde se impone el monólogo
de los poderosos, donde se bloquea la participación de los pueblos en la
creación de su propio relato. Comunicar es poner en común.
Hoy la barbarie también genocidio comunicacional y cultural.
Sus formas más brutales de violencia, “Guerra Cognitiva” o “Batalla
Cultural” como le llaman, no son solamente físicas: son semióticas. La
censura, la mentira mediática, la banalización de los sufrimientos
colectivos, la manipulación del lenguaje, el vaciamiento de las
palabras… todo ello constituye una guerra contra la posibilidad de
humanizarnos. La violencia estructural impide que las mayorías digan su
verdad, cuenten su historia y construyan alternativas. La dictadura
del capitalismo, en su lógica fetichista y cosificadora, tiende a
convertir a los sujetos en objetos, a los ciudadanos en consumidores
pasivos, a las palabras en mercancías. Se impone así una lógica de la
mercancía imperial: se multiplican los medios, pero se reduce el
sentido; se promueve el ruido, pero se impide el diálogo; se tolera el
entretenimiento, pero se cancela el pensamiento crítico. Es un
empobrecimiento civilizatorio: una humanidad que se deshumaniza al dejar
de comunicarse en libertad, verdad y solidaridad.
Entendemos la Comunicación como praxis emancipadora. Frente a ello,
comunicar es resistir. Y más aún: es crear. Toda transformación
auténtica, toda revolución profunda, debe ser también una revolución en
la manera de comunicar. No basta cambiar los contenidos: hay que cambiar
los códigos, las relaciones, los horizontes. Humanizarse exige
comunicarse en clave de emancipación. Esto implica, al menos, tres
dimensiones: Ética: comunicación para el reconocimiento del otro como
legítimo otro, para la escucha activa, para la crítica y la autocrítica.
No hay paz sin respeto mutuo; no hay igualdad sin diálogo
horizontal.Política: comunicación para la participación colectiva, para
el ejercicio democrático de la palabra, para la organización popular. No
hay justicia social sin democratización de la información y sin
soberanía comunicacional. Poética: comunicación como capacidad creadora,
como imaginación compartida, como sensibilidad transformadora. No hay
humanidad sin estética del encuentro, sin belleza de la fraternidad.
Una paz verdadera es la presencia activa de condiciones de dignidad:
trabajo, educación, salud, cultura, verdad. Y eso exige comunicar desde y
para los pueblos, no desde y para las élites. La igualdad no puede ser
reducida a una fórmula jurídica abstracta. Requiere romper los
monopolios de la palabra, las hegemonías mediáticas, las estructuras
patriarcales y coloniales que impiden la circulación equitativa del
sentido. La justicia social no puede realizarse sin una comunicación
crítica que visibilice las injusticias, que denuncie los privilegios,
que amplifique las voces marginadas, que construya consensos desde
abajo.
Nuestra civilización está en crisis. No por exceso de tecnología,
sino por carencia de humanidad. El reto es civilizatorio: reconstruir
los lazos sociales sobre nuevas bases, solidarias, cooperativas,
dialógicas. La semiosis del capital, centrada en el lucro, en la
competencia y en la alienación, debe ser reemplazada por
una semiosis humanista, centrada en el bien común, en el compartir y en
la emancipación.
Comunicar para humanizar es, entonces, un imperativo de la época. Y
no es tarea exclusiva de periodistas o intelectuales: es una
responsabilidad colectiva, cotidiana, insurgente. Desde las radios
comunitarias hasta los movimientos sociales, desde las aulas hasta las
calles, el derecho a comunicar debe ser también el deber de transformar.
Humanizarse exige comunicarse. Pero no de cualquier modo: exige
hacerlo con amor por la verdad, con responsabilidad ética, con voluntad
política y con vocación poética. Porque sólo allí donde la palabra
florece libre, donde el diálogo se convierte en acto de amor, donde la
comunicación es praxis de liberación, la humanidad puede reconocerse
como tal.
Humanizarse exige comunicarse. Y así, paso a paso, significando y
resignificando, nos vamos haciendo humanos. Una argumentación
civilizatoria de paz, igualdad y justicia social. Toda emancipación
verdadera comienza con un acto de comunicación. No se trata de comunicar
por comunicar: se trata de liberar la palabra como fuerza de
transformación. En un mundo desgarrado por desigualdades, conflictos y
exclusiones estructurales, la comunicación adquiere un rol decisivo: no
como vehículo neutro, sino como territorio de disputa. Humanizarse, en
sentido pleno, implica participar activamente en la construcción
compartida de sentido, implica abrir las compuertas del diálogo
auténtico, implica rebasar los cercos del egoísmo individualista para
reencontrarse en la comunidad de los que luchan por el bien
común.Humanizarse no consiste en adoptar un barniz moralista, ni en
practicar gestos compasivos desligados de las estructuras. Humanizar es
revolucionar. Significa producir subjetividades críticas, relaciones
solidarias, proyectos colectivos que se opongan a la lógica de la
desposesión y la indiferencia. Humanizar es ejercer la dignidad contra
la humillación, el pensamiento contra la obediencia, el sentido contra
el sinsentido capitalista.
Civilizar no significa uniformar, sino dialogar en la diversidad. El
colonialismo fracasó como empresa civilizatoria porque impuso un
monólogo desde la fuerza. En cambio, una civilización verdaderamente
humanista debe estar fundada en el diálogo entre iguales, en la
polifonía de voces, en la apertura de los sentidos múltiples. Por eso,
la comunicación humanizante debe ser plural, crítica, dialógica y
profundamente democrática. Frente a ello, urge construir
una Internacional de la Comunicación Liberadora: una comunicación que no
sea mercancía, que no responda a las lógicas del lucro, que no
transforme al receptor en cliente ni al emisor en influencer. Una
comunicación comprometida con los pueblos, no con los anunciantes. Una
comunicación que no se rinda ante los algoritmos, sino que los cuestione
y los rehaga. Esa comunicación no puede ser impuesta desde arriba: debe
ser gestada desde abajo, desde las organizaciones populares, desde los
movimientos sociales, desde las radios comunitarias, desde las
universidades públicas críticas, desde las culturas originarias, desde
los feminismos populares, desde las pedagogías emancipadoras. Cada uno
de esos espacios es un laboratorio vivo de nuevas formas de comunicar y,
por tanto, de nuevas formas de ser humanos.
El gran robo del capitalismo no fue sólo de tierras, de cuerpos o de
fuerza de trabajo: fue también un robo del relato. Se nos arrebató la
capacidad de narrar nuestras propias historias. Se nos impuso una
historia oficial donde los pueblos eran apenas masas manipulables,
víctimas mudas o amenazas peligrosas. Recuperar el relato es recuperar
el futuro. La comunicación popular es, por ello, una forma de reescribir
la historia desde abajo. Es una manera de devolverle a los pueblos su
condición de sujetos históricos. No se trata sólo de contar lo que pasa,
sino de hacerlo desde una perspectiva propia, desde las necesidades y
sueños colectivos. Se trata de resignificar la realidad con palabras
propias, con imágenes rebeldes, con tonos y formas que no se ajusten a
los moldes del mercado.
En América Latina, la tradición de la comunicación popular tiene
raíces profundas: las radios campesinas, los periódicos obreros, los
murales barriales, los centros culturales autogestionados, las
pedagogías de la liberación, los foros de comunicación alternativa. Allí
se gestan las formas más lúcidas y radicales de humanización
comunicativa. Allí se demuestra que no hace falta ser millonario ni
corporativo para construir mensajes transformadores. La comunicación
popular busca el rating de la conciencia. No busca consumidores: busca
compañeros. No busca likes: busca vínculos. No busca espectacularidad:
busca verdad. Busca la Paz nueva, la duradera, la material y dialéctica…
del dicho al hecho.
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